La Casa Hogar y Dispensario San José A.C. fue fundada por inspiración del obispo Salvador Martínez, S.J., para atender a ancianos y enfermos desamparados en la Sierra Tarahumara. La primera piedra fue colocada el 19 de marzo de 1982, y el asilo abrió sus puertas el 1 de diciembre de 1984.
Desde sus inicios, las Hijas de María Inmaculada de Guadalupe en su ministerio asistencial, han dirigido la obra, ofreciendo cuidados físicos, psicológicos y espirituales. A lo largo de los años, la casa ha albergado de 15 a 20 ancianos, funcionando gracias a donativos y la dedicación de las religiosas y voluntarios.
En 2006, se constituyó legalmente como asociación civil, permitiendo una mejor gestión de recursos. La Casa Hogar sigue siendo un refugio de esperanza y caridad para los más vulnerables de la región.
Servir a Cristo en los más necesitados es la máxima expresión del amor, un amor que trasciende las palabras y se concreta en cada acto desinteresado hacia quienes no tienen nada que ofrecer a cambio. La Casa Hogar y Dispensario San José A.C. encarna esta misión, acogiendo con profunda caridad a los adultos mayores en situación vulnerable, brindándoles bienestar físico, psicológico y espiritual.
Las hermanas enfermeras de la Provincia 5ta. Aparición Guadalupana son el alma de este apostolado, inspiradas por las palabras de la Virgen de Guadalupe: «¿No soy yo tu salud? ¿No estás bajo mi regazo?».
Su labor asistencial no se limita al cuidado de los residentes en el asilo; se extiende a toda la comunidad de Chínipas. Visitan a los enfermos, atienden a pacientes externos y participan activamente en la pastoral parroquial, ofreciendo catequesis a adultos, coordinando el grupo juvenil, enseñando guitarra y promoviendo la devoción a la Virgen de Guadalupe. Su entrega diaria, tanto en el asilo como en la parroquia, es un testimonio vivo de amor y esperanza para todos.
¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿no estás bajo mi sombra? ¿no soy yo tu salud? ¿no estás por ventura en mi regazo? ¿qué más has menester? …
Nican Mopohua
El lunes, alrededor de las 10:30 de la mañana, llegó a nuestro asilo Francisco Obando pidiendo alimento y ropa. Ante aquella figura repugnante, andrajosa, sucia y extremadamente maloliente, el Señor me concedió una gracia especial. Francisco Obando no era lo que mis ojos veían; Jesús se hizo presente de forma más viva y atrayente, como siempre he tratado de verlo en mis pobres. Insistí para que Francisco se quedara, pero no aceptó, y así fue una y otra vez, hasta que un domingo, ante mis repetidas instancias de que aquí se sentiría atendido espiritual y corporalmente y no le faltaría nada, se rindió y aceptó gustosamente.
Francisco contó su historia: «Estoy solo, no tengo a nadie. Un maestro me permitió dormir en su cama donde tenía al perro, y yo dormía con el animal, comiendo lo que me regalaba. Al poco tiempo, el dueño de la casa me pidió que me fuera de la perrera, y como no tenía dónde ir, dormía donde me cogía la noche, con frío o calor, bajo la lluvia o como fuera, a veces sin comer, hasta que un día encontré un árbol grande con un agujero en la parte baja del tronco, y esa fue mi casa».
Después de escuchar su historia, le dije: «Aquí será tu casa. Te asearemos, tendrás ropa limpia, comida, y quedarás listo y guapo». Nos pusimos manos a la obra, y al quitarle poco a poco la ropa, un sinnúmero de gusanos blancos brotó por sus piernas y pies, especialmente donde la suciedad y la mugre eran más abundantes. Al cortarle las uñas de los pies, descubrimos que los bichos estaban incrustados entre los dedos y las uñas, dejando fetidez y llagas. Una vez realizado el baño, toda la limpieza necesaria y la curación de las llagas, vino el corte de pelo, barbas y bigotes. Francisco, ya vestido con ropa limpia, quedó como nuevo.
Como si esto fuera poco, Francisco, es decir, mi Jesús viviente, estaba dispuesto a acercarse a su Dios, contento, agradecido, alegre y feliz. Yo también soy muy feliz. Soy un pobre instrumento del Señor, con mis deficiencias y limitaciones, pero me siento completamente realizada; este es mi lugar, haciendo lo que puedo por el bien espiritual y corporal de estos pobres ancianos a quienes el mundo desecha, pero que son tan amados por el Señor.
El lunes, alrededor de las 10:30 de la mañana, llegó a nuestro asilo Francisco Obando pidiendo alimento y ropa. Ante aquella figura repugnante, andrajosa, sucia y extremadamente maloliente, el Señor me concedió una gracia especial. Francisco Obando no era lo que mis ojos veían; Jesús se hizo presente de forma más viva y atrayente, como siempre he tratado de verlo en mis pobres. Insistí para que Francisco se quedara, pero no aceptó, y así fue una y otra vez, hasta que un domingo, ante mis repetidas instancias de que aquí se sentiría atendido espiritual y corporalmente y no le faltaría nada, se rindió y aceptó gustosamente.
Francisco contó su historia: «Estoy solo, no tengo a nadie. Un maestro me permitió dormir en su cama donde tenía al perro, y yo dormía con el animal, comiendo lo que me regalaba. Al poco tiempo, el dueño de la casa me pidió que me fuera de la perrera, y como no tenía dónde ir, dormía donde me cogía la noche, con frío o calor, bajo la lluvia o como fuera, a veces sin comer, hasta que un día encontré un árbol grande con un agujero en la parte baja del tronco, y esa fue mi casa».